Los lobeznos de la Manada.

El calor está reservado para los dioses.

No me quiero levantar, hay días en los que las sábanas pesan mucho. Sin embargo, sus movimientos me dicen que ya es hora de comenzar la rutina. El techo es blanco y monótono, como mis semanas, casi ni percibo las esquinas que conectan la pared. Se mueve tirando de la manta hacia él y eso hace que mi pie se descubra. No voy a reaccionar, ojalá no se despierte todavía. Tengo frío.
Se gira y cierro los ojos. Ya se ha despertado. Un nuevo día empieza y noto su mano. Los rayos de Sol entran por la ventana, es domingo. Estoy muy quieta, sé que me va a acariciar. Oigo a unos niños hablando en la calle. Carlos, fue falta seguro.

Hoy ha empezado por mi vientre recorriéndolo suavemente, como el color gris de las nubes. Me dibuja una avenida desde el esternón hasta el profundo bache de mi ombligo. Y de forma dulce, como todo lo que hace, la avenida recta empieza a tornarse un poco peligrosa añadiéndole curvas, cambios de sentido, giros indirectos y algunas rotondas. Ahora se dirige hacia mis pechos, la cordillera maldita.

Intenta despertarme y no remoloneo. Ya es de día. Su recorrido por mi cuerpo se desvirtúa y pasa de ligero a pesado. De agradable a desgarrador. De recuerdos a hielo. Yo únicamente abro los ojos. El párpado derecho me sigue doliendo por las disculpas de ayer. Y desconecto. La cama hace mucho ruido, espero no despertar a los niños.

Giro la cara para mirar por la ventana, hay un nuevo piso en venta. Me imagino quiénes podrían ser los nuevos inquilinos. Quiero que acabe todo ya y le doy lo que quiere.

Buenos días, hay que hacer el desayuno.

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